Este mes, en el taller escribí el relato el primer día, ¡parecía hacerlo solo! El problema fue que me quedó un "poquito demasiado extenso de más". Considero que es algo que se nota al leer la versión de 750 palabras (mi pobre cuentito mutilado), así que aquí os dejo mi aportaciñon al taller de literatura nº 13 de literautas, tema: supersticiones.
Carta desesperada de un hombre abandonado a la desdicha
Por: Seshat
Buenos días, estimados señores. Os escribo para suplicaros ayuda, pues estoy desesperado, es algo que yo, en el transcurso de mi prolífica carrera como escritor, nunca antes había vivido.
Todo
comenzó el pasado lunes. Mientras volvía del trabajo me tropecé
con una anciana que repartía estampitas con la imagen de La Última
Cena de Da Vici.
Yo
de aquella llevaba todo el mes que no dormía, no sabía cómo
continuar con mi novela. Y esa imagen me dio la idea perfecta. “¡El
trece!” Grité en medio y medio de la Gran Vía. Porque esa era la
solución a mis desvelos, el trece es el número, número que más
que un número es la enseña de la mala fortuna. Mala fortuna, mala
suerte, aciago destino, todas esas ideas se arrebollaban en mi cabeza
sin orden alguno, entrando en mí con la fuerza del agua que se abre
paso a través del dique.
Llegué
a mi casa embriagado de emoción, sentía que ese día iba a ser
deshacer el entuerto que entorpecía mi proyecto. Me senté en mi escritorio sin siquiera
quitarme el sombrero y empuñé mi bolígrafo para aprovechar al
máximo esta bendita inspiración. Y escribí. Escribí y escribí, y
las palabras empezaron a tomar forma de historia (una forma
exquisita, si me permitís añadir).
La
coyuntura de este asunto es esa, que tan solo “comenzaron a”. Me
explico. En el clímax, cuando los dedos se mueven solos recorriendo
la hoja y la tinta fresca emborrona el papel, cuando ya no te
preocupas del estilo si no que entras en conexión con tu
subconsciente, de pronto, paré de escribir. No fue intencionado ni
nada, simplemente paré. Mi mano no respondía a mis deseos. Los
dedos que sujetaban el bolígrafo estaban blancos, notaba que estaban
ejerciendo esa presión, pero aun así no era capaz de relajarlos. Me
pellizqué la mano para ver si sentía algo, ¡y vaya si sentía!
Decidí continuar escribiendo, quisiera mi mano o no. Le dije:
“muévete”, y vi que empezaba a temblar. Me concentré en que
escribiese una frase simple, y poco a poco empezó a responder. ¡Cual
fue mi sorpresa al ver que tan solo había escrito unos cuantos
garabatos ininteligibles! “Es un avance”, me consolé.
Y
entonces me di cuenta de que claro, mi cerebro, tan altivo y superior
él, no era capaz de entrar en contacto con mi mano para hacerla
entrar en razón, de forma que, con la ayuda de su hermana, me
dispuse a continuar con mi novela. Yo quería escribir algo simple,
natural y directo, como toda mi obra: “Don Camilo se dispuso a
forzar el candado de la vetusta caja de oro y marfil de estilo
rococó”. Lentas pero seguras, mis dos manos parecían responder al
fin a mis designios. Pero para mi desgracia, lo que apareció sobre
el papel fue un simple “No me da la gana”. ¡Qué desfachated!
¡Que ordinariez, pardiez! Solo con recordarlo la tensión se me pone
por las nubes. A pesar de sentirme profundamente ofendido, poseo unos
nervios de acero, así que intenté razonar con quien fuese que
estuviese ahí. Os adjunto junto con mi duda el manuscrito que relata
toda la conversación:
—
¿Qué es lo que, cito, “no le da la gana” de hacer?
¿Y quién se cree usted que es para contrariarme?
— No
me da la gana de seguir. Soy Camilo. ¿Y tú? ¿Quién te crees TÚ
que eres para dirigir mi vida? ¿No ves que esa caja es una trampa?
El trece, el pasar por debajo de una escalera, el vestirme de
amarillo… ¿Te crees que soy tonto? ¡Tú lo que quieres es
matarme!
—
Disculpe, Don Camilo, pero yo no le he otorgado el
derecho a tutearme. Yo no lo creé así, ¿sabe? Usted es educado,
culto e inteligente, así que sea bueno y haga el favor de continuar
el hilo vital que, por cierto, yo le he otorgado. Le prometo que de
esta no muere.
— Ah,
así que eres mi padre. ¡Con más razón! Tengo unas cuantas cosas
que decirte. ¿Cómo se te ocurre ponerme un nombre tan casposo?
¡Camilo! En serio, lo odio. Podrías haberme puesto alguno más
juvenil, así como Johnatan o Iker. Pero Camilo… No, perdón, Don
Camilo. ¡Joder! Tengo 20 años, no quiero ser un pomposo detective,
no quiero ser un hortera vestido con pantalones chinos. Quiero unos
vaqueros, irme a una discoteca y conocer alguna gachí. ¿Se sigue
diciendo gachí? ¡Dios mío, qué solo estoy!
—
¿Pero qué clase de jerga endiablada es esa? Usted
simplemente limítese a seguir dentro de su patrón.
—
¡Pero no quiero!
— ¿Y
por qué no quiere?
—
Porque ya me huelo yo que esto va a acabar mal. Hoy es
martes trece, he derramado la sal mientras preparaba el desayuno y me
he cruzado con un gato negro. ¿Acaso necesitas más pruebas? Eres un
mal escritor, predecible y pedante, y aún por encima nos maltratas a
los pocos que nos dignamos a trabajar contigo. ¡No hay derecho!
— ¡No
le consiento que me hable así, recórcholis! ¿Ve? Ya me hace
blasfemar.
— Yo
te hablo como me sale de los…
— No
sea ordinario. Usted es mi mayor logro, es el humano perfecto. ¡Es
un reflejo de mí mismo a su edad! Y mi libro representa la tiranía
de la mediocridad, en la que los seres humanos superiores se ven
relegados a un segundo plano debido a su mala fortuna y a las
confabulaciones de todos esos envidiosos, que nos condenan a una vida
de infelicidad y pobreza para morir solos, acompañados únicamente
de nuestro talento.
—
Paparruchas. Esto es un muermo, yo me abro. ¡Me piro,
vampiro! He conseguido un papel protagonista en una novela erótica,
¡el mundo es mío! ¡Que te den, pringao!
Desde
ese desagradable encontronazo con el insatisfecho protagonista de mi
novela, no he sido capaz de continuar con ella. Y no por falta de
ideas, si no porque por mucho que escribo sobre él no aparece. Tan
solo queda un espacio en blanco. ¡Si hasta desapareció todo lo que
tenía escrito hasta la fecha! Por favor, si alguien lo ve, que me
avise, estoy desesperado, mi libro no funciona sin Don Camilo. Díganle que
estoy arrepentido, que prometo darle todo lo que desee y que se
realice como ser humano ficticio. Díganle que ya nada es lo mismo
sin él…
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