jueves, 27 de junio de 2013

El libro más hermoso escrito jamás

Pequeño relato enviado para el X Taller de escritura de Literautas, a punto estuve de que no me diese tiempo a terminarlo... 


Una fría mañana de Diciembre Enrique Delalba se levantó de la cama y, sin mediar palabra con su esposa ni percatarse de las maletas en la puerta, se dirigió a la habitación del fondo del pasillo, donde permanecía encerrado hasta la madrugada.
Este comportamiento era su rutina desde hacía años. Delalba se despertaba antes de la salida del sol con el fuego de la llamada de las musas brillando en los ojos, y se acostaba cuando ya todos dormían. Adelgazó y palideció, nunca antes había pasado tanto tiempo enclaustrado en esa sala.
Esa sala era su santuario, el lugar donde iba a nacer el mayor logro de su vida. Ese santuario prohibido para el resto de habitantes de la casa escondía un enorme escritorio de madera de roble sobre una gran alfombra persa. En este escritorio se encontraban dos candelabros antiguos, una carpeta repleta de papeles y cuatro plumas de plata. Tras él una silla a juego, con reposabrazos y un cojín de seda rojo. Y tras la silla… Libros, montones de libros. Las paredes estaban cubiertas por estanterías, no había un solo hueco que no se aprovechase. Libros grandes, pequeños, finos, gruesos… Todos ellos forrados en cuero negro y con letras doradas. Había libros de todas las partes del mundo, y de todas las épocas. Era tan grande y hermosa esa biblioteca que nada tenía que envidiarle a la de Alejandría. Todas las mañanas Delalba realizaba el mismo ritual: acariciaba el escritorio mientras se dirigía a un cajón, de donde sacaba un paquete de cerillas. Encendía los candelabros, se sentaba, elegía una pluma y abría la carpeta. En ese momento olvidaba todo lo que lo rodeaba otra vez. Ya no era una persona, si no un simple instrumento. Sus manos se guiaban solas escribiendo las mil historias que le susurraban al oído hermosas damas, transportándolo a un limbo rodeado de una masa informe constituida por el todo creando una nada, la cual ellas tenía la capacidad de refinar para parir las más maravillosas historias. Sabía que estaba haciendo algo grande, no podía (ni quería) dejarlo. Su mayor obra estaba en gestación, aquella que le brindaría un puesto de honor en el pabellón de los inmortales. Creaba páginas y las rompía, su inspiración no tenía fin. Lloraba, rozaba la locura. Se dejó llevar y seducir por el influjo de las letras, viviendo por y para ellas.
La situación llegó hasta el punto de que su mujer mancilló su santuario, entrando mientras escribía.
— Enrique, tenemos que hablar. Llevas más de tres años en tu mundo, sin prestar atención a lo que pasa a tu alrededor.
Pero Delalba no contestaba, estaba perdido entre montones de folios, no había escuchado a su mujer.
— Enrique, ¿sabes que tu hijo se ha graduado el año pasado? ¿Sabes que se casa en seis meses?
Otra vez recibió como única respuesta el sonido de la pluma rasgando el papel.
— Dime por lo menos cuando se acabará todo esto.
— El año que viene, tal vez — Delalba habló sin levantar la cabeza, sin parar de escribir. Su voz sonaba ausente, ronca.
Cada año, su mujer entraba en esa sala y salía con la misma respuesta: “el año que viene, tal vez”.

Esta fría mañana de Diciembre parecía un día más para el resto del mundo, excepto para Delalba. Tenía el presentimiento de que estaba llegando al final.
Como cada día, se sumergió en la inmensidad de ese limbo, poseído por el influjo del fuego sobre el papel, el olor a tinta fresca y la musicalidad de la pluma. Tan hipnotizado estaba que no escuchó el sonido de la vela cayendo sobre la alfombra, haciéndola prender en el acto. Justo en ese momento su mujer salía por la puerta, para no volver. A Delalba todo esto le era ajeno. Simplemente escribía y escribía, sin notar nada más. De pronto notó el calor en sus pies, pero su obra ya casi estaba acabada… Un capítulo, quizás dos, y todo habría terminado. Sabía que si salía ahora del santuario nunca iba a poder terminar su obra maestra… Aceleró el ritmo, las ideas caían sobre él y no le permitían moverse de la silla. El humo le hacía llorar los ojos, el calor era insoportable, pero tenía que terminar… Ya estaba escribiendo su trágico final. Mientras ponía el último punto de la última frase perdió la conciencia, sonriendo, sabiendo que suyo era el libro más hermoso escrito jamás.

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