Cuando Salvador divisó
la costa se sintió la persona más afortunada del mundo.
– ¡Gaviotas! –
Exclamó, bajando de lo que quedaba del mástil al que se había
encaramado sin ya ninguna esperanza. Abrazó a sus compañeros:
estaban salvados.
No pensaron que fuesen a sobrevivir a aquella semana. Semanas atrás, una fatal noche de luna llena, el cielo se nubló de tal forma que parecía brujería. En cuestión de minutos un mar tranquilo se tornó en una trampa mortal: olas casi kilométricas, vientos aullantes y lluvia que caía con la fuerza de mil cuchillos los sorprendieron con la guardia baja, por lo que el desastre fue inminente. La tormenta fue la más
fiera que había visto el capitán, y no es que su capitán pecase de
exagerado; así que esa afirmación los hizo ponerse alerta. El barco
volaba sobre las olas, parecía que no iba a resistir. A pesar de su
robustez, la bravura del mar era tal que hasta se habrían sentido
más seguros en un barco de papel... Y cayó un rallo. El cielo se
iluminó sublimemente y un rallo se abalanzó sobre el mástil,
partiéndolo en dos. El mástil se movió en el aire desplomándose
sobre el barco, abriendo un boquete en la cubierta. El agua caía a
raudales, las olas la inundaban... era cuestión de tiempo que la
bodega se anegase y se fuese todo a pique. Un valeroso hombre, el
contramaestre, consciente del riesgo, exhaló su último aliento en
su reparación. El capitán consiguió volver, con las manos
sangrando y las muñecas hinchadas, temblando de frío. Murió unos
días después de hipotermia, no se pudo hacer nada. Cuando terminó
la tormenta toda la tripulación hizo inventario de daños,
comprobando con desesperación que las velas habían perdido su
combate contra el viento, perdiéndose en el mar unas, y rasgándose
en mil jirones el resto. Su única esperanza era navegar a la deriva,
rezando por la salvación.
De esta manera la
tripulación del Alianza se dispuso a pasar los siguientes meses. Se
racionaron la comida y el agua. Por suerte o por desgracia, muchos
murieron durante las primeras semanas, por enfermedad unos, acabando
así con su sufrimiento y, al menos, con el estómago lleno; y por
motines otros, durante el tiempo en el que los marineros tenían el
suficiente fuego en sus almas como para alzarse en contra de nadie.
Estos últimos al menos murieron rápido, ahorrándose la espera a un
destino cada día más negro.
Algunos hombres
intentaron crear un ambiente de falso optimismo, cosa que tampoco
duró más allá de los dos primeros meses. Con el paso de las
semanas, cada vez las raciones eran más estrictas, por lo que al
cuarto mes la tripulación era apenas un tercio de los que fueron al
zarpar del puerto.
El día que se salvó la
tripulación del Alianza se contaban apenas cinco personas, dos de ellas enfermas de
escorbuto. Ya no tenían más agua que la de la lluvia, y la comida
consistía en aquello que podían pescar.
Salvador iba todos los
días a sentarse al mástil, buscando una ínfima esperanza, que, por
pequeña que fuese, les permitiese escapar del fatal destino que se
cernía sobre ellos. Así pasaba todos los días, sentado en soledad,
meditando para no pensar en sus desgracias.
Aquella mañana le
pareció ver una sombra sobre el mar, y cuando levantó la vista la
vio: una gaviota (señal inequívoca de que la tierra está cerca)
volando hacia el norte. Y luego otra un poco más a su izquierda, y
otra más... Las escuchó embelesado, para él eran casi coros
celestiales. Dios los había salvado, al igual que salvó a Noé.
Una hora después
pudieron divisar la isla. Por suerte el barco pasaba lo
suficientemente cerca como para ir a nado. En unas horas estarían
salvados. Aprovecharon ese tiempo para crear una pequeña plataforma
en la que transportar a los enfermos.
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