Leyendas urbanas
Por Aradlith
¿Qué es de un patio de colegio sin sus propias historias? Me acuerdo de que, cuando yo era pequeña, aparte de la sempiterna Verónica —que todos hicimos tarde o temprano en los espejos del colegio junto con algún amigo para que atestiguase nuestra valentía, porque solos (reconozcámoslo) teníamos miedo—, recuerdo que se contaba de un niño que, un día escalando un sauce llorón, le falló un pie y cayó, con tan mala suerte de quedar ahorcado entre sus ramas. O de otros, que se contaba que desaparecían si se iban al fondo del “bosque” (que así se llamaba la zona de árboles), allá donde había una piedra. Se decía que en esa piedra vivía una bruja que cazaba a todos los niños que se acercaban. Y la verdad es que no sé si será cierto, pero pocos eran tan valientes de acercarse allí a jugar.
Recuerdo que cuando tenía unos 7 años llegó a mi clase una niña nueva, Nati. Era, como yo, una niña bastante solitaria, callada, y a la que le encantaba vivir en su mundo. Congeniamos en seguida.
Pasé las primeras semanas contándole todas las historias que rondaban por el patio del colegio. Cuando le conté ha historia de la Bruja de la Piedra, insistió en que teníamos que ir a verla, quería espiar a la bruja. A mi me daba demasiado miedo, pero al final fuimos. Nos pasamos toda la media hora del recreo mirando fijamente la piedra desde una posición de seguridad: tras el sauce llorón, a unos 20 metros. Nos asustábamos incluso de las ardillas. Cuando sonó la campana para volver a clase yo eché a correr por el bosque para no llegar tarde, pero Nati se quedó un poco más. Y la escuché gritar. Me giré, y ella estaba corriendo hacia mí, llorando. “¿Qué te pasa?” Le preguntaba yo, pero ella sólo lloraba. Un rato después me dijo que había visto a la bruja asomando la cabeza por encima de la piedra, y que le guiñó un ojo. Dijo que era una mujer de pelo largo y negro, sucio, con la cara llena de arrugas.
A los pocos días ya habíamos olvidado todo el asunto de la bruja, y seguimos jugando y contando historias con normalidad. Pero un mes después, Nati me preguntó por un tal Pedro. Dijo que era un niño de clase, aunque yo no recordaba nada de él. Ella aseguraba que estaba en clase, que se sentaba atrás y no solía sacar muy buenas notas. Al poco preguntó también por Pablo, y por María, niños que ella también aseguraba que estaban en clase desde el principio y de los que ni yo (ni ningún otro) nos acordábamos. A mediados de curso incluso le preguntó a la profesora, Carmen, por los niños, que en ese momento eran ya siete. Carmen le dijo que no se preocupase, que en clase no desaparecía nadie y que estábamos seguros. Y le dio vez a sus padres para una tutoría. Esos días Nati estaba siempre triste, llorando. Decía que la llamaban mentirosa, que estaba loca. Todas las tardes iba a un psicólogo que le decía que tenía que aprender a discernir entre los niños de verdad y sus amigos imaginarios. Y yo me sentía mal. No solo por ella, sino porque yo tampoco era capaz de creer en ella.
El último día que la ví llovía, era Octubre, o Noviembre. Aquel día entró su madre en clase para llevársela. Nati se resistió, se zafó de los brazos de su madre y le dijo:
—¿Ves todos esos pupitres vacíos? ¡Ahí estaban sentados! ¿Y ahora dónde están? ¡La clase casi está vacía! ¿Dónde están los niños?
La madre se la llevó en brazos hasta el coche, y mientras ella gritaba por el pasillo: ¿Dónde están los niños? ¿Dónde, dónde están?
Nunca me han dicho qué ha pasado con ella. Yo crecí, seguí con mi vida, y casi la había olvidado. Pero ayer, mi hija, me contó que en el patio de su colegio hay una piedra en la que vive una bruja…
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