jueves, 11 de abril de 2013

Miedo y venganza

Ella ha tomado su decisión, sin titubear, al menos aparentemente. Abrió el armario de su habitación y buscó a su derecha el compartimento que abría el falso techo. Allí la casualidad formó un pequeño santuario con las cosas que quería conservar. Entre los billetes y las monedas, relucían las sortijas y pulseras de oro, joyas de todo tipo, pequeños espejos y demás tesoros. Apresuradamente, arrojó dentro de un neceser todo lo que contenía, guardándolo a su vez en una pequeña bolsa, junto con unos cuantos vestidos y un par de zapatos. Tenía que escapar de allí, tenía miedo, le aterrorizaba la idea de que si permanecía mucho más rato en su habitación su voluntad podría flaquear.

Ella era una mujer de unos treinta y pocos años, coqueta risueña y juvenil. Pero la mujer de ese día era completamente extraña: vestida con una pañoleta en el pelo y ropa negra, que la hacían parecer mucho mayor.
Hacía media hora que le había dado la cena a su hijo, su pobre niño... Él no tiene la culpa de nada. Quiso despedirse de él, por lo que antes de salir entró en su habitación, se le acercó con suavidad y le dio un suave beso en la frente. Estaba sudando.

Metió en el maletero de su coche su equipaje y una bicicleta nueva, y con tranquilidad saludó a su amiga, sentada en el asiento de copiloto. No le devolvió el saludo, pero a ella pareció no importarle. Encendió motores y se dirigió a su primera parada: la montaña. Subió a la cima, sabía que solo tenía una oportunidad. Observó a aquella mujer, a la que ella misma había matado esa tarde en su casa. tiempo atrás ella era su mejor amiga, pero en ese momento tan sólo era la segunda persona en el mundo que más daño le había hecho. Salió del coche, sacó su maleta y la bicicleta. Volvió al coche y colocó a su antigua amiga en el lugar del conductor. Quitó el freno de mano, cerró la puerta y observó. El coche comenzó a bajar el terraplén, adquiriendo cada vez más velocidad. Se acercaba al acantilado... Y se precipitó por él, estallando en llamas una vez llegado al final de su último viaje. Ella sonrió. Su marido iba a pagar caro aquel beso, aquella traición. En su bicicleta bajó hasta la estación de tren, con su pequeña bolsa colgando de su espalda. En la estación de tren compró un billete de ida para Madrid. Su plan era perderse entre la gente, empezar de nuevo. Entró en el tren, estaba amaneciendo... Y mientras salía el sol una lágrima surcaba su rostro: empezaba su nueva vida.

Esa mañana, un hombre se levantó de su cama, sin mas preocupaciones que las cotidianas. Se sorprendió al no ver a su mujer a su lado, raro era el día que ella madrugaba más que él. La casa estaba a oscuras, no se escuchaba un alma. En la cocina no había desayuno. Comenzó a llamarla, sin obtener respuesta. Tuvo un presentimiento. Efectivamente, en el garaje no estaba su coche. Subió a su habitación, abrió su armario. Parecía tener toda la ropa...
Decidió despertar a su hijo, preguntarle si su madre le había dicho algo raro estos días. En la habitación se notaba un tenue olor dulzón... Sin saber qué era, ese aroma le repugnó. Subió las persianas, abrió la ventana, y se acercó a su hijo. Lo llamó para despertarlo, pero no contestó. Repitió su nombre, el niño estaba impasible. Le tocó la frente por si estaba enfermo, su frente estaba helada. Lo alzó en la cama, y bajo su cabeza descubrió una carta escrita por su mujer:


Cariño, llevamos casados 8 años. Se que me engañas desde hace 6. Yo llevo preparando esto desde hace 5 años, 11 meses y 5 días. Me voy, no volverás a verme, al igual que a nuestro hijo. Su muerte formaba parte de mi venganza desde antes de haberlo concebido. Aún así, para el pobre inocente hice lo correcto. No merecía vivir en esta mentira. Estuve contando cada día hasta esta fecha, llorándolo y culpándome desde su nacimiento. Lo que me consuela es que él murió entre sus angelicales sueños, sin saberlo, sin sufrir. Pero tú morirás solo, como el perro que eres. Espero que en los años que te queden de vida llegues a atisbar, aunque sólo sea por un momento, un ápice de lo que me has hecho pasar con tu traición. Estas son las últimas palabras, pues, que te dedico en esta vida. Y digo en esta vida, porque sé que te encontraré en el infierno.


El hombre se sentó sobre la cama, sin dar crédito a lo que estaba pasando. Se sentía inutil, un idiota que no había sabido llevar una familia. Él tenía la culpa de la muerte de su hijo... Una llamada de la policía lo sacó de su ensimismamiento.

La noche pasada un coche se había precipitado por el barranco de una montaña. El coche era el de su esposa, pudo leerse la matrícula aún a pesar de haber ardido. Estaba conducido por una mujer, o eso parecía a simple vista su cuerpo calcinado. 

El hombre no necesitó más para derrumbarse por completo.  

Al día siguiente, en la capital, una mujer leía el periódico: “Hombre se suicida tras el asesinato de su hijo y la muerte de su mujer...”

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