miércoles, 10 de abril de 2013

Noche en el cementerio

Una pequeña ciudad en Galicia, año 1874


Un joven estudiante llegó un día a una pequeña ciudad costera con motivo de las fiestas del Cristo, pero como no había hecho ninguna reserva de habitación y ya era tarde, la única solución que tenía era dormir a la intemperie. Después de barajar varias posibilidades, descartó el monte por los bandidos; la playa por el frío y las mareas; el pueblo por los gamberros… Llegando a la conclusión de que el lugar más seguro para dormir era el cementerio, donde lo peor que podía encontrar eran los propios muertos. El estudiante, como buen intelectual, se dijo: “¿Por qué temer a los muertos, si quienes realmente me pueden ocasionar problemas son los vivos?” Tras tomar esta decisión se dirigió al camposanto, que se alzaba sobre un peñasco junto al mar.


El joven estudiante atravesó la verja poblada de enredaderas, y se sobrecogió ante la magnífica edificación que era esta necrópolis. Lo primero que llamó su atención fue una enorme cruz erigida sobre un pedestal románico situada en el centro, pero rápidamente recorrió el cementerio. Constaba de unos pasillos muy estrechos, pero no por ello perdía en hermosura. Los rosales y las hiedras adornaban las tumbas y las cruces, recogida tras una alta muralla formada por los propios nichos. Un poco desordenado, pero a cada rincón se encontraban pequeños y acogedores bancos, estratégicamente situados bajo la sobra de los cipreses y los eucaliptos. Y al fondo, a través de una segunda puerta (siempre cerrada), se podía acceder por un empinado camino tallado en la roca a una pequeña playa.
El estudiante admiró desde su privilegiado mirador la puesta de sol, rodeado de esa sublime combinación de belleza y muerte. Por esta razón no se percató de que alguien lo observaba.
Se acercó por su espalda un hombre viejo y demacrado, con una enorme cicatriz que recorría la cara desde la frente hasta el final de la mejilla, pasando por el ojo izquierdo. El hombre colocó su trémula mano en el hombro del joven estudiante, y le dijo:

– Discúlpeme usted, joven, – el estudiante se sobresaltó – pero ya son más de las 8 y debo cerrar el lugar. Pude volver mañana si le place, pero ahora las almas que guardo necesitan tiempo para sus asuntos.

El joven estudiante, creyéndose solo, no contaba con ser descubierto tan pronto. Aún así, se repuso y le respondió al sepulturero:

– Dispénseme a mí, buen hombre. Vengo de un largo viaje por mar, y aprovechando que tengo familia lejana en este pueblo, he pasado a saludarlos al cementerio. Lo que menos me esperaba era esta hermosura en un camposanto, estas vistas privilegiadas que más pueden disfrutar los vivos que los muertos me han hecho perder completamente la noción del tiempo.

– Y no se lo niego, amigo. No mentiría yo si no dijese que es uno de los más hermosos rincones de todo el pueblo. En cada momento que tengo libre, me gusta sentarme en ese banco de ahí, cerca de ese claro.

La conversación derivó, como no puede ser de otra manera en un sitio como ese, en las típicas leyendas que todo el pueblo tiene, nacidas más de la superstición que de la realidad. Todo esto lo compartieron al abrigo del crepúsculo, por lo que ya había oscurecido cuando el joven estudiante se despidió.
Hizo creer al sepulturero que había marchado escondiéndose tras un árbol, y unos minutos después de escuchar cerrar las verjas, escaló por las altas murallas y entró otra vez, amparado por la noche.

Si ya de día el camposanto era un espectáculo magnífico, por la noche resultaba más bien mágico. El olor a musgo húmedo se mezclaba con el de la salitre y el de la cera de las velas, que formaban un camino sobrenatural en la tierra y creaban extrañas sombras con las lápidas y los árboles, sombras que se danzaban con el viento. Este viento se colaba entre las rejas de la puerta que daba a la playa entonando extrañas melodías, que sonaban a mar, a naufragios y a desastres.

El cielo estaba despejado, y el joven vislumbró un claro en el que brillaba la luna. Era el lugar que unas horas antes le había señalado el enterrador. Fue al pequeño banco y se tumbó sobre él, utilizando una chaqueta como manta y la mochila como almohada. Cerró, los ojos, se abandonó al sueño…

No bien había dormido unas horas, cuando unos pasos le despertaron. El estudiante se escondió tras el banco, y escuchó. Eran 2 personas las que se acercaban, hablando, muy nerviosas. El estudiante hizo esfuerzos por escuchar, pues las voces sonaban muy lejanas.

– … Un cuarto de hora. No se intranquilice, Fernando, pues es bien conocida su destreza en el arte de la esgrima. Aparte, la espada de su padre es de las mejores y más ligeras que conozco, no tenéis nada que temer. Dios está a vuestro favor, tenedlo claro, pues Dios siempre protege a los justos.

– No lo considero así, mi querido amigo. Al contrario, no puedo dudar más de mi victoria. Yo soy joven, él es una persona madura. Yo provengo de una familia adinerada, sí, pero él es el Marqués. Este es mi primer duelo, él ya ha lidiado cientos, y todos a muerte.

– Por suerte ha aceptado que este sea a primera sangre.

– Sí, pero mi sangre es lo que menos me importa en este momento, si no…

En ese momento dieron las 5 de la mañana, el momento del duelo: una hora antes del amanecer. Junto con las campanadas se escuchó la llegada de otros 2 hombres, que saludaron cortésmente. Acto seguido, el padrino del ofendido comenzó a leer las normas del duelo. El estudiante, llevado por la curiosidad, se olvidó de la discreción y se asomó a contemplar el duelo, pues es algo que no se ve todos los días.

– … Y recordad, por último, que el duelo es a primera sangre. No respetar esto es motivo de invalidación. Dicho esto, hemos de firmar aquí. – Los 4 firmaron el papel – Muy bien, cuando gustéis.

Los padrinos se alejaron, pero los contendientes no se movieron. Tan sólo se miraban a los ojos, desafiantes, odiándose profundamente.

Tras unos minutos, Fernando (el ofendido) atacó para probar a su contrincante, y se sorprendió de la fuerza de su contraataque, pero rápidamente se repuso y pudo bloquearlo. Pronto el Marqués dominó la situación, ganando terreno a Fernando, intentando arrinconarlo contra alguna lápida. Pero éste, mejor que peor, se defendía, y ninguno de los dos resultaba herido. Así fueron pasando los minutos, con los 3 espectadores espantados con la crueldad de la contienda.

Las campanadas sonaron, dieron y cuarto. Fernando, para el que no pasaba el tiempo, bajó la guardia un momento, casi imperceptible, pero momento que el Marqués aprovechó para herirle. Le cruzó la cara, desde la ceja hasta el final de la mejilla, dejándolo ciego del ojo izquierdo.

Fernando gritó del dolor, y su contrincante le clavó la espada cerca del corazón. El herido cayó de rodillas, mientras sus labios formaban un imperceptible “traidor”. El vencedor le arrancó la espada del cuerpo, había quebrantado las normas del duelo. El Marqués se dio la vuelta, victorioso. Escuchó un ruido a su espalda, y en el momento en el que se giró, vio a Fernando en pie, lívido y sudoroso, dirigiendo su espada hacia él en gesto desafiante mientras decía:

– traidor.

Al ver que no se daba por aludido, el retador dijo más alto:

–TRAIDOR.

Pero su contrincante estaba paralizado de miedo, no daba crédito a lo que veía. Fernando cargó contra su enemigo, y en el momento en el que su acero atravesaba el corazón del Marqués resonó el nombre de una mujer en el aire, y los dos hombres se desplomaron en el suelo.

En ese momento, ante los ojos del estudiante, toda la escena se paralizó. Las voces horrorizadas de los dos testigos se iban alejando cada vez más, la escena se volvía cada vez más borrosa. Lo último que llegó a escuchar el estudiante fue el grito de uno de los dos hombres: “¡Qué tragedia! Los dos han muerto!” Desaparecieron de pronto, desperfilándose sus cuerpos, convirtiéndose en luces, durante un segundo, y después nada. Ya no estaban allí.
El estudiante, que se encontraba en ese momento en ese limbo al margen de la realidad en el que entran las personas para protegerse de los horrores que presencian, con una sorprendente calma recordó la conversación de la tarde con el enterrador. Entre las leyendas que le había contado, había una que había ocurrido en ese mismo lugar hacía 50 o 60 años.

En aquella pequeña ciudad vivían una familia de comerciantes. El hijo de la familia (Fernando) siempre jugaba con Alba, la hija de los vecinos, un año menor que él. Esa niña, pobre, pasaba más tiempo en casa de los comerciantes que en su propia casa. Como era de esperar crecieron juntos, y todo el pueblo daba por hecho que se casarían algún día. Cuando Fernando tenía 12 o 13 años, su familia consiguió prosperar, tras alguna inversión arriesgada, por lo que empezaron a moverse entre la gente adinerada de la ciudad. Entre esa gente estaban los marqueses, que, como buenos representantes de su género, no respetaban a nadie que no tuviese ningún título. Tenían estos un hijo 10 años mayor que Fernando, y pronto entre los 2 jóvenes surgió la rivalidad. Teniendo Fernando cerca de 18 años, el Marqués (muertos ya sus padres) descubrió a su joven amiga, y empezó el acercamiento, el juego y la seducción. Alba, seducida por la edad del Marqués, su inteligencia y su posición, no escuchó a Fernando. Fue en esa situación en la que ocurrió el altercado que acabamos de presenciar: el Marqués, en su superioridad, quiso buscar una escusa para matar a Fernando, y… ¿Qué hay mejor para eso que un duelo?

Al día siguiente del suceso, Alba recibió la noticia de que su amigo y el Marqués habían muerto la noche pasada en un duelo en el cementerio. Ella, llevaba por la pasión de la juventud, quiso escapar. Salió de su casa corriendo, sin avisar, y no descansó hasta que sus pies la llevaron al cementerio. Allí recobró (aparentemente) la tranquilidad. Volvió a su casa e hizo como si nada hubiese pasado. Esa noche volvió otra vez al cementerio, y asomándose por la puerta del fondo, se arrojó a las puntiagudas piedras contra las que chocaba el mar.

El joven estudiante recordó todo esto en un segundo, y junto con este recuerdo entraron en su mente todas las sensaciones que antes había considerado evadir. Una carcajada empezó a retumbar en su pecho, cada vez más fuerte e incontrolable. Una vez que le faltó el aire cayó al suelo, desmayado.

Tras unos días de altas fiebres y delirios, despertó en el hospital. Lo había llevado allí el buen sepulturero, tras descubrirlo a la mañana. Y esa tarde, habiendo sido avisado de que el estudiante se encontraba mejor, fue a visitarlo.

– Buenas noches, joven. Veo que ya se encuentra usted mejor. – El estudiante solo tenía ojos para la cicatriz del sepulturero. Éste, al percatarse, cambió su semblante risueño y dijo – Ya le avisé en su momento que las almas necesitan las noches para sus asuntos.

Dicho esto, y ante el nerviosismo latente del joven estudiante, Fernando sonrió, se dio la vuelta, se colocó el gorro y salió por la puerta.

El estudiante recayó en la enfermedad, y una semana después marchó del pequeño pueblo, con la seguridad de que lo que había visto era algún tipo de alucinación creada por sus fiebres.

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